Misogi es limpieza y purificación, tanto exterior como interior.
Cuentan que Morihei Ueshiba, el maestro creador del Aikido, se sumergía cada amanecer bajo cascadas de agua helada y límpida, en un río cercano a su casa, allá en el Japón.
Trasladado a nuestro tiempo y a las costumbres de nuestro país, sería la ducha matinal, calentita, con la que procuramos dejar atrás las ensoñaciones de la noche y despertar, con más o menos éxito, dependiendo del día y, sobre todo, de la noche, a los quehaceres de una nueva jornada. Pero esa inmersión bajo el agua es sólo simbólica, una metáfora del significado profundo de misogi.
La limpieza de misogi es de nuestro cuerpo, ciertamente, pero, más todavía de nuestra alma y de nuestra mente (si es que son conceptos susceptibles de ser separados). Estas requieren más cuidados aún que nuestro cuerpo.
Misogi comprende orear nuestro cuerpo y nuestra mente y librarnos de los estados de ánimo tóxicos, de las ideas estériles, de los pensamientos dañinos, de los sentimientos perjudiciales, de las preocupaciones alienantes que tanto nos lastran. La mente es como un filtro en el que se van quedando adheridas todas las porquerías y las heces con que nos topamos a lo largo del día. Hacer misogi es detenernos por un momento, respirar profundamente y centrarnos en el presente, en lo real, sacudiéndonos de encima la prisa, el estrés, la envidia, los temores, los deseos pueriles, las preocupaciones vanas y toda la demás basura que nos atenaza.
Misogi es sencillo (y bien complicado a la vez): se trata, en definitiva, de armonizar con la creación despojándote de las miserias mundanas. Puede practicarse de diferentes modos, al gusto de cada cual, con tanto ritual ceremonial como uno quiera o de la forma más sencilla posible en la más discreta intimidad; elige un momento de calma, de retiro, a lo largo del ajetreado día; busca un buen sitio, el rincón donde te sientas más cómodo: tu sillón preferido, en el suelo debajo de una mesa, en mitad del parque… Siéntate y emplea unos minutos hasta encontrar la postura en la que te sientas mejor y que te permita permanecer un rato en quietud, sin sentirte molesto y sin quedarte dormido tampoco. Relaja tus músculos. Imagina que la fuerza de la gravedad se multiplica por 10 y te atrae como si pesaras una tonelada… Después que estés listo, cierra los ojos y, simplemente, respira hinchando el abdomen, lenta y profundamente y deja que tus pensamientos se vayan desvaneciendo. Pon atención en aquello que está ocurriendo a tu alrededor, ahora mismo, y evita dejarte arrastrar por la cadena de pensamientos automáticos. No importa cuántas veces ocurra, cada vez que te des cuenta de que tu mente está divagando, vuelve a centrarte en tu respiración, en las sensaciones de tu cuerpo, en tu postura, en los sonidos que te llegan, en los olores. Se trata de intentar, por un rato, desconectar el piloto automático de la mente y ser tan conscientes como podamos de nosotros mismos, de lo real fuera de la producción incesante de nuestros pensamientos, desvinculándonos del “juego” por unos minutos.
Es como dejar, por unos instantes, que la vida siga su curso sin nosotros. Es, en ese sentido, como morir por un tiempo; el mundo sigue su rumbo imperturbable pero yo me apeo durante un paréntesis.
No es fácil transmitir lo que proporciona la práctica de misogi; sería mejor que lo probaras por ti mismo. Yo diría que nos une con la creación, nos procura mayor perspectiva visual al sacarnos, siquiera por un momento, de la vorágine de nuestra vida cotidiana. Nos hace menos vulnerables a los automatismos, volviéndonos, progresivamente, más conscientes, permitiéndonos distinguir mejor lo importante de lo meramente accesorio. Misogi nos eleva un escalón.