H.G.Wells, en La guerra de los mundos: “Todavía no lo sabía, pero aquella iba a ser la única cena civilizada de la que iba a disfrutar durante muchos extraños y terribles días.”
Hace un tiempo, fui a dar una vuelta, sin rumbo definido. Al llegar a Navacerrada, bien temprano, compré dos porras recién hechas y, con mi gorro de orejeras encasquetado, comencé a andar bajo una fina lluvia silente que imprimía en todo un brillo de barniz.
Aún se veía muy poca gente y el aire era gélido, límpido y fragante como en Montblanc. Dejé que mis pies me llevasen por las húmedas calles del pueblo, disfrutando de los rincones pintorescos, de la luz mortecina bajo el cielo cubierto y de las porras, mientras me entregaba a rememorar los momentos que había vivido hacía nada, las frases, las imágenes, los sonidos de las voces, recreándome en los detalles que más me gustaban, como si visionara todo otra vez en una maravillosa película. Era un momento satori. Cuando recorrí todo varias veces, al final del pueblo, mis pasos me condujeron casualmente hasta el cementerio. Dos puertas estaban cerradas con cadenas pero una puerta lateral, más alejada, no tenía cadena y cuando accioné la fría manija muy despacio, casi con temor, cedió ante mí, así que me descubrí y pasé. Anduve lenta, silenciosamente, entre las tumbas, leyendo las lápidas, los nombres de sus moradores, de sus familias, los epitafios...
"Nacho, mientras nuestros corazones latan, jamás caerás en el olvido".
Me impresionó especialmente las pequeñas lápidas de los niños muertos con 4 meses, con 5, con 8 años... vidas no vividas, niños antiguos de 1950, niños recién muertos... Había lujosas lápidas con ostentosos adornos, pero también sepulturas en tierra con apenas un cartel escrito a mano y unas pocas flores marchitas. Pensé que en breve, el día de difuntos, bullirían por allí mujeres y hombres visitando a sus seres queridos y ordenando y arreglando todo, pero ahora no había nadie, solo yo, yo y la lluvia, y todo aquello, de algún modo, me pertenecía.
El cementerio se divide en gradas que ascienden por una pequeña ladera y yo fui subiendo, recorriendo todas las veredas hasta que llegué a la tapia del final. Entonces, por un momento, sentí una angustia asfixiante, paralizante, El grito de Munch. Sentí que no iba a tener fuerzas para desandar lo andado, que no podría salir de allí nunca más, que me tendría que quedar, que jamás ganaría de nuevo la calle, el espacio abierto, la libertad. Afortunadamente, haciendo respiraciones profundamente, casi igual que vino se pasó e inicié de nuevo el camino de vuelta.
Pensé entonces que todo lo que amamos, todo lo que somos, todo lo que tenemos, antes o después, acabará por desaparecer. La dicha se encuentra en disfrutar y vivir lo que aún no ha desaparecido. Lo que aún no ha desaparecido eres tú, soy yo, es el vino, el pan, el cine, los libros, el amor, las risas, los besos, los abrazos, las palabras de amistad, los momentos sagrados en los que haces el amor, nuestros ojos, nuestros corazones, nuestras manos abiertas. Aún no ha desaparecido nuestra memoria, nuestra capacidad de recordar, de evocar, de amar lo pasado y lo presente, nuestra capacidad de reír, de hablar, de tolerar, de dar, de darnos.
No hay nada seguro; no hay nada que debamos, que podamos dar por sentado. Sólo, de momento, tenemos suerte. Nada más. Y aún: todo lo que somos, todo lo que tenemos, todo lo que amamos, es cierto, va a desaparecer. De hecho, está ya desapareciendo: date prisa, no pierdas tiempo, pégate a ello y disfrútalo mientras dure!
Comments