Se habla de inteligencia emocional como la capacidad de reconocer los sentimientos propios y ajenos y la habilidad para gestionarlos de una manera óptima. Esta idea engloba distintas facetas como autoconciencia, control de emociones, motivación, empatía o el manejo de relaciones.
En la práctica esto se pone de manifiesto, sobre todo, en nuestra forma de interaccionar con los demás y, más en concreto, en nuestra aptitud para evitar y disipar el conflicto.
En nuestra bulliciosa sociedad, los padres están ocupados fuera de casa gran parte del día y frecuentemente superados por las circunstancias, así que no tienen más remedio que confiar en que los centros educativos, como su propio nombre indica, se encargarán de dispensar a sus hijos la educación que estos necesitan.
Sin embargo, por lo general, los sistemas educativos centran sus objetivos en inculcar contenidos académicos entre los estudiantes con el marchamo de la premura cuando no de la urgencia, dedicando insuficientes recursos a la propagación de verdaderos principios de educación moral y emocional.
Y en verdad, es tan importante la gestión de las emociones?
Un viejo relato japonés cuenta que un samurái pidió a un anciano maestro zen que le explicara qué eran el Cielo y el Infierno. El monje, cargado de aparente desprecio, le contestó:
-No tengo tiempo para tus tonterías!
Herido en su orgullo, el samurái desenvainó su arma encolerizado y exclamó:
-He de quitarte la vida por tu impertinencia!
Entonces el maestro, afablemente, dijo:
-Eso es el Infierno.
Conmovido, el samurái se calmó y envainó la espada, postrándose ante él.
-Y eso – concluyó el maestro – es el Cielo.
Las emociones nos afectan a cada momento en todos los ámbitos de nuestra vida. No sólo son fundamentales en la conformación del mundo tal como lo percibimos sino que somos capaces de somatizar nuestros estados emocionales tóxicos, llegando a menudo a contaminar la salud de nuestra mente y nuestro cuerpo y, por ende, de los que nos rodean.
No es tan crucial lo que nos ocurre como la manera que tenemos de afrontarlo, gestionarlo y asumirlo. Neurosis, depresión, apatía, confusión, melancolía, soledad, tristeza, ansiedad, desarraigo, pesimismo, son sólo algunas de las estaciones por las que puede pasar nuestro tren, por no hablar de aquellas que acechan especialmente a los jóvenes como son las drogas, el alcohol, las bandas, la agresividad…
Y qué tiene que ver en todo esto el Aikido?
Creo que los que entrenamos con asiduidad tenemos en el Aikido una escuela perfecta donde se cultiva, en silencio y sin prisa, siendo todos los maestros y los discípulos, el germen de los principios fundamentales, preciosos, caros, de los que hablaba al comienzo.
Aprendemos a conocernos a nosotros mismos, a no dejarnos arrastrar por la pasión, a posponer las recompensas, a confiar, a cooperar, a dar importancia a lo pequeño, a tomar decisiones, a fundir la mente y el cuerpo en un flujo de acción, a interpretar mensajes no verbales, a armonizar, a concentrarnos, a esperar pacientemente, a enfrentar el dolor y el sufrimiento, a esforzarnos con sacrificio, a ceder, a respetar, a preocuparnos de los demás, de lo que están sintiendo , a vivir el aquí y el ahora, a no dar pábulo a vanas expectativas, a aceptar lo que toca, a desear lo que es, a entregarnos, a guardar silencio, a mantenernos quietos en el vacío y, sobre todo, aprendemos la importancia de aprender, constantemente, hasta el último día.
También, desde luego, aprendemos a morir.
Y dónde se podría hoy acceder a estas lecciones fuera de un dojo?
No, no busques, no tienen precio y no se venden en ningún lado.
No hay otra que ir al dojo, saludar con respeto y humildad y ponerse a trabajar.
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